Desde que eso llamado democracia se instaló por estos lares, las noches de las ‘elecciones’ (por llamarlo de algún modo), se viene repitiendo un fenómeno cuando menos curioso, si no inquietante. Ello es la alegría, cuando no la euforia desparramada, de los políticos que dicen haber ganado. Esos saltos, esos gritos, esos brindis, esas borracheras. Bien al contrario, uno, en su ingenuidad o sentido común, esperaría todo lo contrario: la comparecencia de esos prebostes cariacontecidos y compungidos ante la seriedad de un asunto de tamaña responsabilidad y trascendencia como el de ser elegidos POR EL PUEBLO para conducir los designios de una ciudad, estado, etc. Uno juraría que cualquier persona honrada en tal situación se mostraría enormemente preocupada por las consecuencias desastrosas que sus posibles errores en el desempeño de un cargo PÚBLICO pudieran producir. O incluso uno los imaginaba en capilla, rogando fuerzas para esa delicada e importante tarea. Pero no. Se nos dice que celebran la victoria, que han ganado. Pero uno se pregunta ¿a quién han ganado? ¿a los otros partidos, y a la otra parte del pueblo que representan? ¿no era principal cometido de un mandatario el gobernar para TODOS? ¿Cómo es que en un acto democrático como las elecciones puede haber ganadores y perdedores? Habría que ser muy malpensado para creer esto, sin embargo, la otra opción que resta para explicar esas explosiones de júbilo, esa dilección etílica, resulta también harto sospechosa. Y es: la asombrosa coincidencia de tales efusiones con las mañanas de los 22 de diciembre, en que lo celebran así las gentes a quienes les ha tocado la lotería. ¿Era eso, señores políticos? ¿les ha tocado a ustedes la lotería? ¿era que el ganar una votación les pone a ustedes eufóricos porque desde el puesto al que acceden tienen ya la posibilidad de meter la mano en la caja del dinero?
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